
Los vicios privados y la erosión de las virtudes públicas
Alberto Rivera
7/28/20253 min read


Los vicios privados y la erosión de las virtudes públicas
Parafraseando a Eduardo Robledo, la gestión gubernamental ha sido históricamente compleja y continúa siendo aún más en la actualidad. En primer lugar, debido al crecimiento de los vicios privados de los gobernantes y a la reducción de las virtudes públicas en el acceso y ejercicio del poder. En segundo lugar, por la combinación de nuevos factores externos con prácticas internas ancestrales en la administración del poder. En tercer lugar, porque los líderes democráticamente electos no logran entender que el gobierno ya no puede actuar de manera autónoma y exclusiva; por ello, no aceptan adoptar un nuevo modelo de gestión, transitando de un estilo jerárquico, centralizado y vertical, a uno fundamentado en alianzas y dependiente del sector privado y social.
Esta reflexión describe con claridad los desafíos más complejos del arte de gobernar en nuestros tiempos. Gobernar ha sido, históricamente, una tarea difícil. Sin embargo, en la actualidad lo es aún más, no solo debido al contexto caracterizado por crisis, incertidumbre y altas expectativas sociales, sino también por la profunda desconexión existente entre quienes ejercen el poder y la realidad que enfrentan.
En primer lugar, el crecimiento de los vicios privados y la disminución de las virtudes públicas constituyen una señal alarmante del deterioro ético en la esfera política. La ambición personal, el clientelismo, la vanidad, la lealtad ciega hacia el grupo o líder, así como el deseo de mantener el poder a toda costa, contaminan la toma de decisiones públicas. Las virtudes que anteriormente legitimaban el ejercicio del poder —honestidad, templanza, vocación de servicio, integridad— hoy parecen diluirse en discursos vacíos o en campañas de imagen. El poder, cuando se emplea en beneficio propio, pierde su sentido público.
En segundo lugar, el escenario actual está marcado por una mezcla peligrosa: factores externos nuevos —como la presión de la opinión pública digital, la globalización de los problemas, el descontento ciudadano, el avance de la inteligencia artificial y la polarización mediática— se cruzan con prácticas políticas que no han cambiado desde hace décadas: el dedazo, la simulación de participación, la opacidad, el uso faccioso de los programas sociales o la persecución del disenso. Esta combinación crea un modelo de gobierno contradictorio: se gobierna en un mundo nuevo con herramientas viejas, y eso termina generando gobiernos atrapados en su propia ineficiencia.
Y, en tercer lugar, hay un problema estructural de fondo: la incapacidad para entender que el modelo de gobierno vertical, centralizado y jerárquico está agotado. El Estado ya no puede —ni debe— hacerlo todo solo. En sociedades cada vez más complejas, interconectadas y críticas, gobernar exige apertura, colaboración e interdependencia. Exige construir redes con la sociedad civil, con el sector privado, con las universidades, con los liderazgos comunitarios. Pero muchos gobernantes, incluso los que llegaron por la vía democrática, siguen atrapados en la vieja lógica del control, de la orden que baja, de la imposición disfrazada de consulta.
Gobernar hoy implica algo más que administrar recursos o controlar estructuras. Implica liderar procesos de cambio, convocar a nuevos actores, y reconocer que el poder no se sostiene desde la soberbia, sino desde la legitimidad. La política necesita volver a ser un espacio de encuentro y no de exclusión, de diálogo y no de imposiciones, de ética pública y no de privilegios privados.
Sí, siempre ha sido difícil gobernar. Pero ahora lo es más porque el poder ya no es absoluto, ni automático, ni está exento de rendir cuentas. Porque la ciudadanía ya no es espectadora, sino protagonista. Porque la política ya no puede vivirse como un monólogo, sino como una conversación. Y porque el futuro solo será posible si entendemos que gobernar bien es más que un cargo: es un compromiso ético con la dignidad de todos.
“Gobernar sin virtud es tan peligroso como gobernar sin rumbo: en ambos casos, la sociedad paga el precio.”
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