
La soledad del poder
Alberto Rivera
8/12/20253 min read


La Soledad del Poder
Muchos quieren llegar, pocos saben quedarse. Porque sostener el poder no es solo resistir el desgaste público: es resistir el aislamiento interno. Hay una frontera invisible que se cruza cuando se alcanza un cargo importante. Y al otro lado, el aire es distinto. Las conversaciones cambian. Las miradas se vuelven más calculadas. Las palabras pesan más. Y el silencio se vuelve común.
He trabajado con gobernantes que, en privado, me confesaron sentirse más solos con el poder que sin él. Que extrañaban la honestidad de las charlas comunes, la espontaneidad de los amigos verdaderos. Porque en el poder, todo se contamina: el afecto, la crítica, incluso el consejo. Uno ya no sabe si lo escuchan por respeto o por conveniencia.
El ego es uno de los principales enemigos en esta etapa. El ego hincha, aísla, distorsiona. Hace creer que toda gira en torno a uno. Que el reconocimiento es verdad. Que el aplauso es amor. Que la obediencia es lealtad. Pero el poder no solo muestra quiénes somos: también pone a prueba nuestra capacidad de conservar el juicio.
Uno de los grandes retos de cualquier líder es construir un círculo de confianza real. Personas que puedan decirle la verdad sin miedo, que no necesiten agradarle, que se atrevan a contradecirlo. Sin eso, el poder se convierte en un eco. Y el eco no corrige: solo repite.
En política, la traición es un riesgo constante. No siempre por maldad, muchas veces por miedo, por ambición o por desilusión. Los aliados se vuelven rivales. Los subordinados, adversarios. Y las decisiones más importantes se toman, a veces, en medio del ruido del cálculo y la sospecha.
He conocido líderes que cayeron no por errores técnicos, sino por decisiones tomadas en soledad emocional. Que se encerraron en sí mismos, desconfiaron de todos y terminaron cometiendo actos que nunca imaginaron. La soledad no se nota en el discurso: se nota en las decisiones.
El poder también cambia la percepción de uno mismo. El aplauso constante puede convertirse en adicción. El reconocimiento puede volverse necesidad. Y el miedo a perderlo puede nublar la ética. Por eso, hay que tener anclas: valores, vínculos, memorias que nos recuerden quiénes éramos antes de la cumbre.
En los momentos más duros de gobierno —una crisis, un escándalo, una traición— es cuando más pesa la soledad. Porque no todos entienden el nivel de presión. Porque no todos pueden cargar con esa responsabilidad. Porque incluso el más fuerte necesita un lugar donde quitarse la máscara.
He visto a grandes líderes llorar en privado. No por debilidad, sino por humanidad. Porque el poder bien ejercido cansa. Porque gobernar desgasta el alma. Porque hay noches donde no se duerme, donde las decisiones persiguen, donde los fantasmas no se callan.
La soledad del poder no es solo emocional. También es estratégica. Hay momentos en los que hay que decidir contra la corriente, contra el partido, contra los propios. Y ahí no hay aplauso. Ahí solo queda la convicción y la conciencia.
Pero esa soledad también puede ser una escuela. Puede formar carácter, depurar intenciones, fortalecer la visión. Puede enseñarnos a distinguir lo esencial de lo superficial, lo urgente de lo importante. Puede, incluso, volvernos más humanos.
El poder sin reflexión se vuelve salvaje. Pero el poder con conciencia puede transformarse en una fuerza de cambio real. Y esa conciencia se cultiva en el silencio. En el diálogo con uno mismo. En el reconocimiento de los propios límites.
Así se juega el poder: también desde la soledad. Desde la capacidad de resistir sin perderse. De decidir sin endurecerse. De liderar sin volverse prisionero del personaje.
El verdadero líder no es el que niega la soledad, sino el que la convierte en claridad.
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