
La opinión: el verdadero sostén del poder
Alberto Rivera
7/22/20253 min read


La Opinión: El Verdadero Sostén del Poder
Nada sostiene tanto al poder como la creencia de que debe existir.
David Hume, uno de los pensadores más lúcidos del siglo XVIII, escribió que lo más sorprendente de la organización política es lo fácil que resulta para unos pocos gobernar a muchos. No porque tengan más fuerza, ni porque sean más sabios, sino porque la mayoría —de forma casi inconsciente— acepta ese poder, se somete a él, lo justifica y lo reproduce.
Hume lo llama un “milagro”, pero no es magia. Es política. Es la legitimidad simbólica que sostiene cualquier forma de gobierno, desde las más democráticas hasta las más autoritarias. Porque aunque la fuerza esté, como él dice, del lado de los gobernados, el poder se mantiene en pie por una arquitectura invisible: la opinión.
Y esa opinión no es algo superficial. Es la base de toda autoridad duradera. Es la percepción colectiva de que alguien tiene el derecho —y la capacidad— de tomar decisiones por todos. Es la creencia, compartida y sostenida por muchos, de que ese liderazgo es válido, necesario o incluso inevitable.
Esto, que parece una lección del pasado, es una advertencia profundamente vigente en nuestro presente.
Hoy, las sociedades ya no se mueven solamente por ideologías o instituciones, sino por emociones, símbolos, narrativas. Vivimos en un tiempo donde la percepción pesa tanto como la acción, donde la legitimidad no se presume, se construye todos los días. Un gobierno puede tener los mejores indicadores, pero si no logra conectar con la ciudadanía, explicar sus decisiones o inspirar confianza, corre el riesgo de perder la gobernabilidad. Por otro lado, hay liderazgos que, sin estructuras sólidas ni resultados visibles, avanzan porque logran interpretar el ánimo social, canalizar el hartazgo o despertar esperanza.
En este contexto, gobernar exige mucho más que administrar recursos. Exige construir sentido. Y en esa tarea, la opinión pública se convierte en un campo estratégico. No como algo que se manipula desde el poder, sino como un espacio que se gana con autenticidad, coherencia y cercanía. Porque en tiempos de sobreinformación y desconfianza, la narrativa importa tanto como la política pública. La gente ya no solo quiere gobiernos eficientes; quiere gobiernos que le hablen, que la escuchen, que reflejen su historia y sus aspiraciones.
Quien quiera gobernar hoy debe entender que el liderazgo no se impone: se conquista. Y se conquista no solo con resultados, sino con relato, con propósito, con legitimidad simbólica. Eso significa que cada acción, cada mensaje, cada decisión, debe dialogar con la opinión de la sociedad, con sus expectativas, con su memoria colectiva.
El poder, entonces, no reside solo en las instituciones, en los partidos o en los cargos. Reside en la capacidad de inspirar confianza. Y esa confianza se construye con hechos, sí, pero también con palabras. Con gestos. Con símbolos. Con historias que conecten con lo que la gente siente y espera.
Los gobernantes que comprenden esto no necesitan recurrir a la fuerza. Su autoridad se fortalece en la medida en que son capaces de representar algo más grande que ellos mismos: un ideal, un rumbo, una promesa.
Y aquí está el gran reto del liderazgo contemporáneo: no basta con ganar elecciones ni con tener mayoría legislativa. Hace falta sostener, todos los días, esa legitimidad intangible que da origen al mandato. Porque la opinión pública no es un cheque en blanco: es un contrato frágil que se renueva constantemente. Basta un error no explicado, una narrativa rota o una decisión desconectada de la realidad social, para que el poder se erosione, incluso si se conserva formalmente.
Hay gobiernos que caen teniendo todos los instrumentos a su favor, y hay liderazgos que trascienden sin ocupar nunca un cargo. La diferencia está en el relato que logran construir, y en la opinión que logran consolidar a su alrededor.
Por eso, la afirmación de Hume no es una simple curiosidad filosófica. Es una brújula para entender el presente y anticipar el futuro: el poder no se impone, se sostiene en la creencia. La fuerza puede dominar por un momento; la opinión, cuando se cultiva bien, sostiene por generaciones.
En definitiva, todo poder que aspire a ser legítimo y duradero, debe escuchar con humildad, comunicar con claridad y gobernar con empatía. Porque la historia no premia a quienes solo ejercen el poder. Premia a quienes lo entienden, lo trascienden… y lo dignifican.
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