La vigencia de 'La silla del águila': un diagnóstico sobre el poder mexicano
10/13/20253 min read


“La Silla del Águila” y la vigencia del poder mexicano
Carlos Fuentes publicó La silla del águila en 2003, pero el México que describe parece escrito ayer. La novela, ambientada en el año 2020, imagina un país incomunicado del mundo, con un presidente débil, una clase política corroída por la simulación y un sistema que sobrevive más por inercia que por convicción. A más de veinte años de su publicación, la obra ya no se lee como ficción: se lee como diagnóstico. En el universo epistolar que construye Fuentes —una serie de cartas entre políticos atrapados en sus propios deseos, culpas y ambiciones— la comunicación sustituye al poder. Cuando el sistema colapsa y el país queda sin teléfonos, ni correos electrónicos ni medios, los personajes deben volver a escribir cartas. En ese gesto, el autor lanza una metáfora contundente: la política mexicana sólo se atreve a decir la verdad cuando se sabe incomunicada.
Fuentes convierte la correspondencia en confesión. Las cartas entre María del Rosario Galván y Nicolás Valdivia no son simples intercambios amorosos, sino tratados de manipulación, de cálculo y de deseo. Ella, una mujer que ha hecho del poder su naturaleza, le escribe a un joven político lleno de convicciones y lo seduce no por amor, sino por estrategia. “Para mí todo es política, incluso el sexo”, le dice, y en esa frase se condensa toda la tesis del libro: el poder es la actuación pública de las pasiones privadas. Lo que en apariencia es amor, es dominio; lo que parece confianza, es manipulación; lo que se dice en voz baja, en realidad se escribe para ser leído algún día por todos. En La silla del águila, el erotismo es una prolongación del poder y la palabra escrita, una forma de subversión. En un país donde todo se decide en la sombra, dejar algo por escrito es un acto de valentía o de suicidio político.
El relato de Fuentes está poblado de figuras que parecen eternas: el consejero cínico que presume de principios, el tecnócrata que defiende la economía por encima de la gente, el secretario que simula lealtad mientras trama su ascenso. Es el retrato coral de una élite que no gobierna, sino que administra el vacío. El propio autor advierte que el poder en México no se ejerce, se representa. La política es una puesta en escena donde todos fingen servir al país mientras en realidad interpretan sus papeles frente a la “Silla del Águila”, ese trono inestable que a todos fascina y a todos consume. El que se sienta en ella deja de ser persona y se convierte en personaje. “Te ponen en el pecho la banda tricolor, te sientas en la Silla del Águila y ¡vámonos! Es como si te subieras a la montaña rusa”, escribe Fuentes. Y esa montaña rusa sigue siendo la metáfora más precisa del poder mexicano: vertiginoso, efímero, sin dirección, pero adictivo.
Fuentes lo decía con ironía: “De los aztecas al PRI, con esa pelota nunca hemos jugado aquí”. Su crítica no era al sistema en sí, sino a la incapacidad cultural de asumir la democracia como responsabilidad colectiva. En la novela, el país se hunde en el aislamiento no por un enemigo externo, sino por su propia fragilidad interna: la desconfianza, la obediencia y la corrupción como lubricante del sistema. El autor anticipa un México donde el poder se desgasta por exceso de discurso y ausencia de resultados, donde la política se erotiza con la intriga y se desvincula de la realidad. En esa profecía, Fuentes no sólo retrata la clase política del 2000, sino también la del presente. Hoy seguimos viviendo bajo la sombra de esa silla. La alternancia trajo nuevos rostros, pero las viejas prácticas sobrevivieron: la concentración del poder, la lealtad sobre la competencia, la comunicación como espectáculo y la moral como simulacro.
La silla del águila no es una novela de personajes heroicos. Es una elegía del desencanto. Fuentes no ofrece soluciones ni redenciones, sólo muestra cómo el poder, sin proyecto moral, termina devorando a quienes lo buscan. Por eso su vigencia es tan incómoda: porque México sigue atrapado en la misma coreografía de poder que él denunció desde la ficción. Al final, lo único que queda es la escritura: las cartas, los testimonios, la memoria. Cuando el poder se vuelve inútil, sólo la palabra resiste. Quizá por eso, leer La silla del águila hoy no es un acto literario, sino político. Es mirarnos en el espejo de una novela que sigue describiendo el país que somos y el país que no nos atrevemos a dejar de ser.
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